Anabel Torres (Bogotá, Día de inocentes de 1948) es poeta, traductora, intérprete y palabrera. Creció en Medellín y Nueva York. Es Licenciada en Lenguas Modernas de la U. de Antioquia, con un M.A. en Mujer y desarrollo del ISS en La Haya. Vivió 15 años en Holanda. Ha publicado 10 poemarios, entre ellos Human Wrongs, y Wounded Water / Agua herida. Su traducción de Este lugar de la noche, de José Manuel Arango. Ganó el primer premio en el Concurso de traducción literaria 2000 del BCLT, en Inglaterra. Escribe cuentos y ensayos, tiene una novela en español y dos en marcha, una en inglés. Vive en España.
LA GOMA DEL MUNDO,
EL PESPUNTE EN LOS BORDES
Soy una mujer.
Soy la goma del mundo,
el pespunte en los bordes que faltaba,
la naranja
que abulta en la mochila.
Soy la cinta pegante
requerida
para poner en su sitio el anuncio:
en el sitio que le corresponde.
Soy el paréntesis,
encorvado hacia dentro
o hacia fuera, pero siempre curva.
Solo mi interior es templado
como una soga
salida por la ventana
que nadie puede usar para escapar.
Yo mucho menos.
Soy madre.
Mis dos hijos
tropiezan entre sí por alcanzar el mejor puesto de observación.
Mi seno izquierdo
es la cima del Monte Everest.
Soy una mujer
y como mujer
¿de qué me sirven
las propiedades
cohesivas
de mi mágica saliva,
en mi propio beneficio?
¿Ser la goma del mundo?
¿De qué me sirve
esta herida
de la que mana,
libre,
Wounded Water / Agua herida, Árbol de papel, Bogotá 2004
MEDIAS NONAS
Este título no ha tenido mucha acogida.
Después de un sondeo de opinión
he constatado que lo entienden con más facilidad
las mujeres
siempre y cuando no sean demasiado ricas o demasiado modernas.
Los calcetines impares se guardan
desde tiempos atrás en distintos recipientes:
bolsas de basura, maletines con el cierre dañado, canastos.
A menudo se amarran con la media más larga alrededor,
que por lo general, por estar estirada,
es de las que los zapatos se tragan.
Existe la esperanza en el fondo de cada mujer
de que a una media nona
le puede aparecer en cualquier momento la compañera,
pero la vida también nos ha demostrado
que ello es poco probable. Es decir, las medias nonas
se guardan impulsadas por el mismo impulso:
no desperdiciar.
Las medias nonas han sido fuente de incontables discusiones
en muchos hogares tradicionales.
Ellas parecen ser una prueba palpable de nuestro descuido,
aunque algunos amos de casa, más optimistas,
dicen ver en ellas los designios de la providencia,
los insondables misterios que agregan encanto a la cotidianidad.
Las medias nonas gozan de gran popularidad entre las mujeres,
– aunque no lo confesemos abiertamente –
sobre todo para las cosas que hacemos
sin los hombres,
cuando ellos se van a estudiar o a la oficina.
Pueden tener muchísimos usos:
sirven para introducir la mano y sacudir el polvo,
esparcir cera, brillar muebles,
guardar sueños, hacer traperos.
Sirven para rellenar o forrar muñecas,
lustrar zapatos, limpiar barbillas de bebé
(úsense las más claras),
ocultar joyas o cartas de amor.
Sirven para recoger y donar a las monjas
que hacían y todavía puede que hagan
preciosidades con ellas.
También para llevar cubiertos
a un paseo de olla, o huevos duros.
Las medias nonas se guardan con cello y recato en casi todas las familias.
Antes, nadie se hubiera atrevido
a calzar dos medias nonas. Hoy este tabú ha sido superado,
en parte porque la carestía de la canasta familiar
puede obligarnos a rebuscar en el cesto de los calcetines impares,
y en parte porque hay menor cantidad de amas de casa
dispuestas a sortearlos.
Los únicos dos usos públicos que se conocen
de las medias sueltas
han sido registrados en su mayoría por hombres.
Más espectaculares,
están documentados en cine, en videos y en la televisión:
llenas de arena o piedrecillas
son una cachiporra mortífera.
De nailon, sirven para atracar bancos y no ser reconocido.
Las medias nonas son misteriosas, útiles, versátiles,
de colores vistosos o suaves,
casi siempre son las más nuevas, las más bonitas,
las más finas, las más abrigadas,
las traídas de Escocia o Noruega, las irremplazables.
Le dedico, pues, este libro
a mis amigas mujeres,
muchas de las cuales – yo incluida –
cada vez más tenemos menos miedo
de quedarnos sin pareja
con la confianza de que mis amigos hombres
se harán, con el correr del tiempo,
tan aficionados a las medias nonas como nosotras.
Medias nonas, Ed U. de Antioquia, Medellín, 1992
LA TORRE DE MÁRFIL
Esta torre de marfil
la heredé de mis mayores.
La heredé de Colombia, España y Estados Unidos;
del enciclopedismo francés,
el catecismo del padre Astete,
los cuentos árabes,
los custodios de Hollywood, como Greta del Garbo,
Charles Boyer,
y las novelas de Corín Tellado
que devoró mi abuela,
calladita,
mientras ladraba a su marido.
Hoy
asomada a lo alto
de su ventana angosta
y elevada
la leve polvareda del futuro
se alza,
lejos.
Apenas la distingo
pero puedo.
En un abrir y cerrar de hojas, Ed Prames, Zaragoza, 2001
LAS BOCAS DEL AMOR
Llego al cuarto de hotel. Lanzo la llave,
el bolso, los periódicos
sobre la cama. Deshago la otra.
Hace calor. El sol chorrea por la ventana.
Estoy desnuda.
Cuando estoy sola como ahora
La piel adquiere
un tono amarillento,
como de libro sin usar:
calostro
derramado.
He visto mujeres y hombres
colgando de ganchos
en las blancas paredes de refrigeradores
metálicos, listos para la autopsia.
No he podido olvidar
el tinte amarillo naranja de sus pieles.
Jamás
por mi propia mano
me colgará el corazón de una percha.
Prefiero que éste vuele
y si no vuela,
¡que se arrastre!
La cama cruje
en el cuarto de enseguida.
Este libro que escribo
es un fraude:
estoy callada y espero.
Espero callada,
vida,
quiero tu lengua en mi boca.
Quiero
las bocas del amor.
No quiero este cielo frío
Las bocas del amor. Ed. Árbol de papel, Bogotá, 1982
EL BAZAR DE LAS MUJERES
Las palabras
vainas secas
debajo del árbol.
Yo misma
lograría ser la pesadilla del niño
que hace su primera comunión al día siguiente,
y hasta las flores
me acometen.
Alguien irrumpe,
- ¿y qué es lo que has traído tú a este bazar de las mujeres?
¿Qué maceta sobre el sanitario,
cacerola llena,
media rota,
espera contabilizada en cuadros?
¿Qué uña de dactilógrafa,
clase nocturna,
aspiración de parecer más esbelta,
yunque remendado y firme,
solsticio en eco,
cuento para hacer dormir al hijo,
libro no escrito.
¡Qué eco,
qué palabra,
qué grito!
Sale otro día.
Cae otro sol.
Me niego a creer que es el mismo.
La muerte
no me ha enseñado nada de resurrecciones.
Llega otro frío
a disputarse mis miradas,
a enroscárseme en el tronco.
Antes de cerrar los ojos
me dispongo
a recoger y cobijar
las vainas secas a mi alrededor,
y las arrullo
con la canción del viento
tiritándome contra las hojas,
y todo cae bajo mi canto:
mis muertos con mis vivos,
mis abonantes con mis abonados,
las mariposas con las orugas.
Antes de cerrar los ojos
yo florezco
y son mis flores
por un instante
las que iluminan a la luna.
La mujer del esquimal. 2ndo Premio Ed. U. de Antioquia, Medellín, 1981
El 13 de noviembre de 1985, el pueblo de Armero, Tolima, desapareció del mapa de Colombia. Murieron más de 23.000 colombianos. Fue otra crónica de una muerte anunciada. A pesar de las advertencias de los expertos desde meses atrás, el gobierno colombiano – Presidente y ministros – se negaron a evacuar a Armero y alrededores, señalados con anticipación como víctimas seguras del deshielo que se produciría en el Volcán del Ruiz. El sacerdote dio su misa aquella tarde, recomendó las medidas de protección que un jeep de la Gobernación había ido anunciando aquel día entre la población (cerrar puertas y ventanas y colocar un pañuelo húmedo en nariz y boca contra ‘la fumarola’), y se regresó a Manizales. De todas las autoridades del país, únicamente Ramón Antonio Rodríguez, el Alcalde de Armero, nombre que pocos colombianos guardamos en la memoria, luchó con frenesí por salvar a su población, a pesar de sus superiores. El gobernador de Caldas, estaba precisamente a punto de destituirlo, ‘por alarmista y anti-patriota’. El Alcalde Rodríguez murió durante el rescate de casi 3.000 habitantes que salvaron sus vidas gracias a los esfuerzos de la defensa civil local, encabezada por este héroe injustamente anónimo.
SOÑE QUE ERA LA TIERRA
Soñé que era la tierra,
que me besaban
las bocas de los muertos boca abajo;
que una niña
cercada por los granos de café
con su dedo hecho hielo
me horadaba;
que las madres
explotaban con sus puños mis entrañas
y con sus gritos
lanzaban garfios a mi fondo
para llamar sus hijos…
que me llenaba de ganado inmóvil,
de perros, de esqueletos y de pájaros
y que el tambor de un niño
seguía llamando en mí los guantes blancos
de su niño-dueño.
Soñé que me inundaba el lodo,
que las rocas y truenos
robaban mi amarillo,
mi verde,
y que a lo lejos un león rugiendo
se desprendía del rojo de la noche
y me mordía
… y yo sangraba.
Soñé que el viento
me arrancaba los árboles,
que me ahogaba el agua,
que me cubría de azufre y lamparones.
Soñé que un pueblo blanco
se me incrustaba en el costado:
un pueblo donde las ancianas
tejen redes y hamacas y mortajas
y mascan cigarrillos de ceniza;
donde los hombres y sus tiples
se abrieron contra el techo;
un pueblo florecido de morado
donde los niños
no jugaron más a la golosa
y cambiaron el esconde-el-anillo
y el Materilerile
por un Ciérrate Sésamo
y el sonajero azul
por un collar de dientes y falanges.
Soñé que me llenaba de cuadernos oscuros,
de cadáveres de lápices y agujas,
de billares, sombreros, cafeteras y velas apagadas
y prendidas
y camas y periódicos;
y que nadie apagaba la sirena
del radio
o los televisores
y que en mí naufragaron los teléfonos.
Soñé que era la tierra
y en mí flotan
los ojos de los niños como peces;
que en mí gritan
los gritos de las madres
reventando mi capa como panes de levadura incontenible;
que soy Armero como un Gulliver
que se quedó escondido…
que se quedó enterrado
vivo.
Soñé que era la tierra
y cuando desperté
lloraba.
Era Colombia
y me duelen la hierba, las peñas y los ríos,
las montañas,
el cielo con sus grises tiburones,
me duele el mapa con sus guayacanes.
Me duelen los muñones, las fosas, las banderas,
las ollas enterradas, las cucharas,
las muñecas,
la brisa, los relojes,
y hasta me duele el sol
y las estrellas.
Me duele el pecho
en todo su noviembre.
Poemas, Ediciones Museo Rayo, Roldanillo 1987
EPÍLOGO
Tuve el toque de Midas al revés:
jamás convertí nada en oro.
Unté momentáneamente de luz´
algunas vidas. Dejé en unas de ellas,
las más pocas,
una chispa discreta
como una mariquita
prendida en la solapa:
no lo suficientemente fuerte
para distinguirse
ni peligrosa
como para arder y hacer incendios.
Para ella, para mi gente escribí
con manos tibias,
manos que regresaban siempre al papel frío
un poco más calientes
que la vez anterior,
empapadas de sol
o mucha sangre
dolorosamente embadurnadas de vida
después de cargar sin tregua
con los carbones encendidos de la muerte.
Les dejo ahora
fraguada desde las dos altas hogueras
gue me libraron de la cárcel
de mi ser anterior,
fraguada sobre los corazones de mis hijos
dejo ahora
esta pequeña bala
de amor compacto
que logré resguardar.
Y ruego a quienes tuvieran
un pedacito de la chispa
ruego amarlos.
Ruego no dejarla apagar.
Poemas de la guerra. Árbol de papel, Barcelona 2000